El cacique Pincén. Su detención, su paso por Junín. Destierro y retiro
Allá por el año 1878, Pincén encarnaba la estampa de la altivez indígena y en la línea de la frontera era temido cual una aparición fantasmagórica proveniente de los confines desconocidos de la pampa hostil y desierta.
No lo detenían ni las zanjas de los cantones, ni la ostensible superioridad de las armas de fuego, que ya por ese entonces comenzaban a utilizar los milicianos.
Bravo como un yaguareté, difícil de acorralar, no puede negarse que por su trascendencia heroica reclame páginas de historia y de epopeya.
Pincén, el indomable, no acepta ni considera amenazadas: el peligro es lo normal para el cumplimiento de su destino racial y va gloriosamente al encuentro de la muerte, cual dramático personaje escapado de las leyendas de sus antepasados.
En ocasión que el coronel Villegas lo invita a someterse responde con la altivez propia de su estirpe: "¿Villegas quiere tomarme...? Que venga a buscarme a Malal...! (lugar donde se hallaban las tolderías del cacique Pincén ubicado en la provincia de La Pampa, unos 45 kilómetros al norte de la ciudad de Santa Rosa y en las proximidades de la localidad de Winifreda). Allí donde encabezaba sus huestes y dominaba sus tolderías, allí donde nadie se atrevía contra él.
Pero el "Tigre del Desierto" coronel Conrado Villegas, se le parangona en valor y en decisión, y va en su búsqueda aceptando el desafío.
Parte del moderno fuerte de Trenque Lauquen, disponiendo en la vanguardia su tropilla de un solo pelo, los celebres "blancos" y en medio de resonar de cascos por el aire puro de las pampas se llega hasta las mismas tolderías de Malal. Lo acompañan en la emergencia trescientos hombres de tropa y doce baqueanos.
Las fuerzas antagónicas chocan y combaten con denuedo, hasta que finalmente las huestes de Pincén son totalmente derrotadas. Las tropas de Villegas iban pertrechadas con armas de fuego de último modelo. Los aborígenes, por su parte, sólo disponían de lanzas y boleadores ya que algunos remingtons arrebatados a los soldados en anteriores entreveros carecían de proyectiles.
Una vez aniquiladas sus fuerzas y constatada su completa derrota, Pincén huye en su mejor caballo de reserva, llevando consigo a su más pequeño e idolatrado hijo.
Ya a prudencial distancia del escenario de la sangrienta batalla y habiendo extenuado su caballo, se apea para refugiarse como un felino mal herido en la espesura de unos altos pajonales y espanta al animal para que se aleje del lugar.
Allí espera, más no tarda en ser descubierto por un piquete de exploración y limpieza, eficazmente secundado por diestros rastreadores.
El ladrido y gruñido de los mastines alerta a los soldados quienes se acercan sigilosamente mientras apuntan con sus remingtons, en la creencia que se trataba de algún animal salvaje oculto en esos enmarañados matorrales.
Pincén, a todo esto, agazapado, escucha y observa atentamente pero al momento de verse encañonado, se considera irremediablemente perdido. Sosteniendo a su hijo entre los brazos, se levanta para rendirse por primera vez en su larga y azarosa vida de cacique.
La escena que aquí se desarrolla bien merece una profunda y cuidadosa reflexión: Un indio acorralado en el corazón mismo de su pampa salvaje, desarmado y mostrando a su pequeño retoño, se rinde, como simbolizando a la raza sacrificada, que ofrece su descendencia a una nación que surge vigoroza.
Después de ser hecho prisionero, fue exhibido en las calles de Buenos Aires como una nota curiosa, como un estupendo trofeo, siendo finalmente recluido en la isla Martín García, donde añorará melancólico la pérdida de su libertad y sus destruidas tolderías.
Pero algún tiempo después es liberado y tratado con respeto tras reconocérsele que supo defender hasta el final lo que él creía sus justos derechos. Ataliva Roca, ya sea por un sentimiento humanitario o por cálculos políticos, gestiona y obtiene de su hermano el general Julio A. Roca, a la sazón presidente de la República, la libertad del intrépido cacique ranquelino.
A condición de que se disponga mantener una nueva vida pacífica, se le ofrece la elección del lugar para radicarse. Pincén acepta y elige el paraje denominado "Bajo Hondo", ubicado en la cercanía de la actual localidad de Vedia.
Y aquí surge nuevamente la figura de Pablo Vargas. Este irreconciliable enemigo que lo enfrentó tantas veces, y que finalmente lo condujo prisionero a Buenos Aires, es ahora designado para acompañarlo hasta la toldería por aquel elegida, que por rara coincidencia se encuentra muy cerca al lugar donde Vargas explota un campo en posesión precaria. Esa futura vecindad servirá para una completa reconciliación de ambos protagonistas.
He aquí una curiosa anécdota referida por Dionisio Schóo Lastra en su libro titulado "La lanza rota". Al ser Pincén conducido prisionero a Buenos Aires bajo la custodia de Pablo Vargas, éste decide detenerse en Junín y pernoctar en una posada ubicada donde hoy funcionan las oficinas del Correo, en Arias y Rivadavia.
Bien pronto la noticia despierta gran interés entre los fotógrafos lugareños, deseosos de poder realizar alguna toma del tan mentado prisionero.
Cuando el primero de ellos se acerca con su cámara para fotografiarlo, acomoda el trípode y luego de cubrirse con el paño negro lo enfoca. Pincén -excesivamente desconfiado por naturaleza- cree que va a ser fusilado en el acto. Levanta entonces sus manos engrilladas y grita azorado. pidiendo que por última vez se le permita ver a los suyos.
Así comenzaba a doblegarse ante su destino adverso, este altivo e indomable guerrero ranquelino. Es de lamentar que hasta el momento no se haya podido establecer la fecha de su muerte, ni tampoco el sitio donde se encuentra sepultado este personaje tan singular que llenó un importante capítulo en la historia del desierto y que había heredado los atributos de sus fuertes razas, pues se sabe que su madre, cautivada en la provincia de Córdoba, era de orígen español.
(Fuente: Luis Sciutto Ferretto, "Junín en la historia y hombres que lo impulsaron")
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