Se llamaba Mario

 




Desde chico se interesó por la política.

No venía de una familia de políticos. Su partido era el popular.

Hizo toda la carrera desde abajo. Los más conservadores de la ciudad lo veían como un extraño,  un hombre nuevo, no tenía alcurnia, ni padrinos, ni familia de influyentes.

Luchó contra los privilegiados, contra aquellos que no querían cambiar nada para darle a los que como él,  nada tenían.

Cuando ejerció  el poder, transformó, mejoró, hizo la vida más vivible, fue la  voz de los desfavorecidos.

Ganó y perdió elecciones. Fue generoso en la victoria y  consecuente en la derrota.

Cuando perdió el poder, trabajó para volver.

Los mismos conservadores que se coalicionaron para vencerlo en las urnas, lo sometieron al exilio.

Se tuvo que ir a otros lados, casi como un destierro, pero su corazón estaba en su ciudad. Y desde esa lejanía hacía todo lo posible para que su tierra sea próspera, para que haya  obras, para que se engrandezca.

Tuvo denuncias. Como no alcanzaba vencerlo con los votos, era necesario la calumnia.  A sus familiares y más próximos se los enlodaba con las peores injurias, con mercenarios comprados para escupir odio, y fiscales y jueces del partido de los conservadores que alentaban causas sin sentido.

Fue amigo de sus amigos, aunque algunos de ellos no dudaron en caer en la traición.

No fue  enemigo de sus adversarios,  en donde hubo gente de valores y palabra pero otros  elevaban la copa ante su traspié.

Su discurso, sus gestos, su sola presencia generaba el respeto que daba la capacidad de trabajo. Por cada lugar que estuvo su huella y memoria había quedado inscripta.

En lo máximo de su carrera, la muerte lo arrebató. Lo lloraron todos. La ciudad se quedaba sin uno de sus protectores.

Era tan grande que hasta los personajes más abyectos y desagradables  quisieron  sacar su ventaja de las lágrimas del funeral.

Se llamaba Mario. Cayo Mario, fue cónsul de Roma en el Sigo I a.C. ¿Vos creías que hablaba de otra persona?  Si es así, hay esperanzas.

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