(Télam, por Pacho O`Donnell).- En estos tiempos electoralistas es bueno recordar a alguien que, ¡un siglo antes de la Ley Sáenz Peña!, insistía en que los sectores populares, a través del voto, debían intervenir en los asuntos públicos de nuestra Patria recién nacida.
Manuel Dorrego fue el primer jefe popular urbano, así como Artigas lo fue de la campaña. Los orilleros, los negros, lo reconocían como quien representaba sus intereses en el Buenos Aires oligárquico y liberal. No fue entonces casual que hiciera su aparición en nuestra historia una palabra que cobraría especial significación a mediados del siglo XX: en sus apasionantes “Memorias” el general Iriarte cuenta que cierto día, acompañado por Carlos de Alvear, se cruzaron con Dorrego en una de las calles céntricas de Buenos Aires.
“-Caballeros -les dijo el jefe federal-, les aconsejo que no se acerquen mucho...
-Como quien no quiere contaminar”.
Don Manuel vestía un traje ostensiblemente desaliñado y su apariencia era desprolija. Iriarte anotaba entonces: "Excusado es decir que esto era estudiado para captarse la multitud, los `descamisados`".
El asesinato, que eso fue y no fusilamiento pues no se cumplió con los rituales castrenses correspondientes, se decidió en torno a una mesa, conciliábulo del que participaron el sacerdote Julián de Agüero, Valentín Gómez, Juan Cruz Varela, Salvador María del Carril, Martín Rodríguez, José Díaz Vélez, Bernardino Rivadavia (representado por el francés Héctor Varaignes), quien era en realidad el líder en las sombras. No en vano San Martín, en rabiosa carta a O`Higgins, los llamó “Rivadavia y sus satélites”. Todos ellos homenajeados en avenidas y calles de ciudades argentinas.
De la lectura de los discursos de don Manuel en la Legislatura porteña, donde representaba al Santiago del Estero del interesante caudillo y gobernador Felipe de Ibarra, emerge su pertinaz insistencia en el respeto a la voluntad popular, lo que estaba en las antípodas del proyecto de los “decentes” porteños.
“¿Qué reproche no podría resultar contra el Congreso si diese una constitución que dijese `ésta ha de ser la forma de gobierno` cuando ésta no estuviese en consonancia con la opinión de los pueblos?”.
Cuando la constitución cortada a medida de los intereses antinacionales y antipopulares de la oligarquía unitaria negó el derecho a votar a “los criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea”, es decir a los sectores populares, Dorrego denunció entonces en el recinto dominado por sus adversarios: “¡He aquí la aristocracia del dinero! Sería entonces fácil influir en las elecciones porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero sí en una corta porción de capitalistas. Y hablemos claro, ¡en ese caso el que formaría (definiría) la elección sería el Banco!”.
Ese mismo banco dominado por comerciantes británicos y sus socios criollos que, tiempo después, fue activo partícipe de su derrocamiento al negarle los generosos créditos de los que había disfrutado su antecesor Rivadavia, cuyas tropelías y venalidades había denunciado el jefe federal desde su banca y desde “El Tribuno”.
Cuando hubo de asumir como gobernador de Buenos Aires, no como presidente pues la constitución unitaria había caído junto con su inspirador y beneficiario, Dorrego no olvidó, en su discurso de asunción en la Sala de Representantes, su respeto por la voluntad popular: “Resignaré gustoso el mando desde que el verdadero concepto público no secunde mis procedimientos”..
Manuel Dorrego fue el primer jefe popular urbano, así como Artigas lo fue de la campaña. Los orilleros, los negros, lo reconocían como quien representaba sus intereses en el Buenos Aires oligárquico y liberal. No fue entonces casual que hiciera su aparición en nuestra historia una palabra que cobraría especial significación a mediados del siglo XX: en sus apasionantes “Memorias” el general Iriarte cuenta que cierto día, acompañado por Carlos de Alvear, se cruzaron con Dorrego en una de las calles céntricas de Buenos Aires.
“-Caballeros -les dijo el jefe federal-, les aconsejo que no se acerquen mucho...
-Como quien no quiere contaminar”.
Don Manuel vestía un traje ostensiblemente desaliñado y su apariencia era desprolija. Iriarte anotaba entonces: "Excusado es decir que esto era estudiado para captarse la multitud, los `descamisados`".
El asesinato, que eso fue y no fusilamiento pues no se cumplió con los rituales castrenses correspondientes, se decidió en torno a una mesa, conciliábulo del que participaron el sacerdote Julián de Agüero, Valentín Gómez, Juan Cruz Varela, Salvador María del Carril, Martín Rodríguez, José Díaz Vélez, Bernardino Rivadavia (representado por el francés Héctor Varaignes), quien era en realidad el líder en las sombras. No en vano San Martín, en rabiosa carta a O`Higgins, los llamó “Rivadavia y sus satélites”. Todos ellos homenajeados en avenidas y calles de ciudades argentinas.
De la lectura de los discursos de don Manuel en la Legislatura porteña, donde representaba al Santiago del Estero del interesante caudillo y gobernador Felipe de Ibarra, emerge su pertinaz insistencia en el respeto a la voluntad popular, lo que estaba en las antípodas del proyecto de los “decentes” porteños.
“¿Qué reproche no podría resultar contra el Congreso si diese una constitución que dijese `ésta ha de ser la forma de gobierno` cuando ésta no estuviese en consonancia con la opinión de los pueblos?”.
Cuando la constitución cortada a medida de los intereses antinacionales y antipopulares de la oligarquía unitaria negó el derecho a votar a “los criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea”, es decir a los sectores populares, Dorrego denunció entonces en el recinto dominado por sus adversarios: “¡He aquí la aristocracia del dinero! Sería entonces fácil influir en las elecciones porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero sí en una corta porción de capitalistas. Y hablemos claro, ¡en ese caso el que formaría (definiría) la elección sería el Banco!”.
Ese mismo banco dominado por comerciantes británicos y sus socios criollos que, tiempo después, fue activo partícipe de su derrocamiento al negarle los generosos créditos de los que había disfrutado su antecesor Rivadavia, cuyas tropelías y venalidades había denunciado el jefe federal desde su banca y desde “El Tribuno”.
Cuando hubo de asumir como gobernador de Buenos Aires, no como presidente pues la constitución unitaria había caído junto con su inspirador y beneficiario, Dorrego no olvidó, en su discurso de asunción en la Sala de Representantes, su respeto por la voluntad popular: “Resignaré gustoso el mando desde que el verdadero concepto público no secunde mis procedimientos”..
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