El homenaje del glosista, quien trabajo periodísticamente en Semanario, evocando a personajes del barrio "El Molino" como Orlando Tablada, Aurelio Giménez,Vicente Renza y Juan Ayala.
El barrio "El Molino" encierra una rica historia forjada por nombres que quedaron marcados a fuego en los habitantes de este sector de la ciudad.
Ilmar Rivero los evocó, a través de sus glosas poéticas y singulares, de la siguiente manera:
GLADIADOR DE TARDES MEMORABLES
Orlando Tablada |
Como un hecho natural ancló en Mariano Moreno, llegaba la hora de recambio y el desafío de tomar la posta que dejaban Juancito Rucci, "la vieja" Palacios, Mastro Berardino, Varela Vega, Manolo Ollero.
Respondiendo a la calidad de los elegidos, Orlando Tablada se fue metiendo en el bolsillo el corazón del soberano, los veteranos lo recuerdan dando cátedra con ese andar cansino, como no queriendo herir a la de cuero.
Fue maestro de fuste para sus hermanos Dionisio, Chulín y Chiche. Cuántas tardes vistieron de victoria a la divisa blanqui-negra, nunca un gestio agrio, sin arrugar, sin dar ni pedir cuartel.
Personalmente me viene a la memoria aquella jornada del ´46, final con Sarmiento en el campo de los azules, cuando plasmara aquel diálogo sin palabras con el "sordo" Amiano, mientras el "colorado" Arias rastrillaba el área levantando polvaredas. Sus piernas que tanto bordaron se quedaron sin hilo, la muerte que andaba pidiendo cartas lo trampeó en la timba del destino. Los suyos quedan con el consuelo de saberlo hombre íntegro, el fútbol de duelo, le arrebataron a un gladiador.
UN BOHEMIO QUE RETORNA DESDE EL RECUERDO
Aurelio Giménez y su esposa Olinda Buccini |
Los mayores de un Junín disímil y distante, tal vez lo recuerden enquistado en su bastión del barrio "El Molino" cuando dictando cátedra de tijera enseñoraba su oficio de gran peluquero.
Después sus cabalgatas por otros barrios y su regalo elegante para las citas del centro, buscando el sabor en los legendarios cuadritos filo dramáticos, que lideraban Ceferino y Salvador López.
Así se fue ganando un lugar entre la vorágine de lo desconocido, naturalmente respaldados por sus dedos ágiles y su propiedad profesional en el arte de adecuar cabelleras a los hombres, sin mayores alharacas se convirtió en uno de los elegidos dentro del reducto peluqueril que cobra vigencia en los aledaños del Congreso Nacional.
Ya no era un extraño para la coqueta Callao, se ganó amigos y alguién acertó en llamarlo "Junín", al palpar la pasión que ponía Aurelio Giménez, cada vez que le afloraban las evocaciones por su pueblo natal.
La tétrica mujer de negro, hosca y siniestra, lo fue a buscar al hogar de la Paternal, donde compartía los dones del otoño con su compañera, amiga y esposa, la gentil Olinda Buccini.
Pienso que sólo está dormido, desde la esquina de Boyacá, ojála los tonos cimbreantes de los tangos.
DESDE EL SILENCIO SE SIGUE LLAMANDO VICENTE RENZA
Apenas culminada la escuela primaria, comenzó a comulgar con aquella exigencia entroncada con otro modo de vivir y que ordenaba la obligación de salir a ganarse el derecho a permanecer, entonces -y como un hecho natural- se aferró al oficio de peluquero, de la mano con un auténtico maestro en el arte de adecuar pelos y barbas. Su padre, don Saverio Renzo, resultaba el consultor presto siempre a dar cátedra de tijera, el local enclavado en el frente de un caserón plagado de leyendas que todavía hoy se mantiene enhiesto sobre el trazo de la calle Javier Muñiz.
En su ámbito se modelaron los sueños iniciales que los llevaría a fundar el club Mariano Moreno. Ilusiones de los Calderone, los Petraglia, los Rucci, los Stamboni, los Rusailh, los Benavidez. En fin. Nombres y más nombres que forman la galería señera de los recuerdos.
En esa escenografía y oteando el carisma de esos personajes fue alzando vuelo este "Vicentito" Renza que ahora se metió en los callejones que no saben de retorno, cumpliendo con el rito de saberse el peluquero de ese "barrio del Molino" del cual no se había ido nunca.
JUAN AYALA, SEÑOR DE LA CONVIVENCIA
Había nacido con el mismo siglo por los bordes de aquella Tierra del Fuego, de pibe se impregnó con las urgencias de los hogares proletarios, trazando sus correrías iniciales por los baldíos inmensos por donde los arabescos del fútbol sentaban los reales de una epopeya imaginaria.
Ya de muchacho aprendió las cabriolas de los tangos en los salones de Rossi y Masari, supo de la necesidad de ganarse la vida sin elegir lugar, después como tantos otros se incorporó a la colmena humana que por las mañanas convocaba el taller ferroviario.
Respondiendo a un mandato interior transitó por los carriles del deporte. El boxeo romántico y señorial, el mismo que impusiera como un canto de juventud un tal Jorge Newbery lo ganó en sus veladas primarias.
El destino lo llevó para otro barrio y sin renegar del suyo se afincó en las calles del Molino. Cuando llegó cobraron vigencia las veredas altas y los callejones de tierra. De inmediato se definió por no mirar de afuera y pasó a colaborar en todo con las comisiones de fomento.
El logro del asfalto que vino para cambiar el lugar, junto con otros hombres, es producto de su empecinamiento y sus gestiones.
Su vieja casona de calle Uruguay recibió con calidez el arribo de ídolos populares que buscaban en sus dedos el talco y limón, la solución para sus "nanas". En una esquina con ochava que sigue amontonando recuerdos gustaba entreverarse con las nostalgias valederas de Juan Rucci, José Calderón, Manolo Ollero y Albino Caporaletti.
La ciudad despertó a su albedrío de siempre, la noticia de su muerte convocó a la congoja, por las calles nuevas de Villa Belgrano y El Molino mordieron lágrimas de impotencia los viejos hombres. Acodado en el balcón que le regala el vértice de su estrella, Juan Condorelli el bohemio de las madrugadas con neblina, lo recibió con un poema y juntos salieron a recorrer los albores de un cielo azul sin nubarrones.
Los pibes del barrio extrañaron su sermón callejero, la panadera nueva lo seguirá esperando para el saludo; cuánto dolerá su ausencia y que imperecedero será su majestuoso recuerdo.
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